El hombre-mono, apoyado en sus posaderas, comía los frutos sin preocupación.
De pronto, olfateó el aire y se inquietó. Conocía ese olor. Miró a su alrededor, sin dejar de comer. A lo lejos, unos arbustos se movieron. Como surgido del viento, el gruñido llenó la selva. El animal se abalanzó sobre su presa. Paralizado por un instante, el hombre-mono escapó.
Apoyado en sus patas delanteras, trató de poner distancia. Lo había visto despedazar a otros como él y tragárselos en pocos minutos. De tanto en tanto miraba hacia atrás. Estaba muy cerca.
Debía subir a un árbol. Vio uno. Se dirigió hacia él. Cuando las poderosas garras le rozaban la espalda, trepó, y no se detuvo hasta la copa.
El león, parado en sus patas traseras y apoyando sus manos en el tronco, rugió desconsolado, viendo como escapaba. Se paseó, confundido, de un lado a otro. Miraba hacia arriba, tratando de trepar, pero no podía. El hombre-mono, lo observaba agitado. Debía volver a su refugio.
Se despertó sobresaltado. Anochecía. Abajo, la fiera se había ido. Mirando, con cautela, descendió. Corriendo, fue hasta las piedras, donde los de su especie se cobijaban durante la noche. Otros como él estaban durmiendo contra las rocas. Eligió un rincón solitario y se acurrucó.
Antes de dormirse, observó el cielo, su negrura salpicada por millares de estrellas. Siempre lo habían fascinado, pero no comprendía que eran.
Dormitaba, cuando algo lo despertó. La noche cambió. Las estrellas desaparecieron. Los otros hombres-mono chillaron de terror, pero él no sintió miedo. Todo se tornó radiante.
Se levantó y quiso ver por que la noche se había vuelto día. Salió de las rocas y miró. Inmediatamente se cubrió con su mano. Algo, que nunca había visto, brillaba en el cielo. No era esa esfera amarillenta que, a diario, salía lentamente y se elevaba para luego desaparecer.
Era algo nuevo.
Cansado de tan intenso brillo, decidió volver a su lugar.
Los días pasaron y el resplandor comenzó a decrecer. Se sintió extraño. Cuando la luz de la estrella se redujo, los simios se animaron a salir a buscar alimento. Los leones también.
Varios de los suyos cayeron bajo las garras de los felinos.
El pre-hombre se sorprendió. Una voz sonaba en su cabeza y no comprendía que era. Poco a poco comenzó a darse cuenta lo que sucedía. Esa voz interior era suya. Se asustó, pero pronto se fue acostumbrando.
Los pensamientos fluían en su cerebro y con asombro vio que podía resolver problemas. Ya no todo era instinto, ahora había una consciencia. Y quiso solucionar su primera dificultad.
Escuchó un gruñido y otro mas cercano. El hombre se alertó. Las ramas se sacudieron y de un salto apareció la abundante melena. Observó al gran gato, aunque temblaba de miedo. El león se detuvo un instante y miró a su presa. Luego, se lanzó con agilidad, para caer a unos pocos pasos de ella. El suelo se hundió, el animal rugió enfurecido y trató en vano de salir del pozo. Varios simios saltaron, alrededor de la trampa, chillando de alegría.
El humano tomó una gran piedra, la levantó por sobre su cabeza y la arrojó con violencia. El cráneo del león estalló en un ruido seco. La conquista se había logrado. Una mueca se dibujó en su rostro. Una sonrisa, la primera, se soltó de sus labios.
Parado sobre una roca miró la selva bañada por los rayos del Sol poniente. El viento acarició su cara. Ahora estaba preparado para conquistar su mundo.
Antes de dormirse, observó el cielo, su negrura salpicada por millares de estrellas. Siempre lo habían fascinado, pero no comprendía que eran.
Dormitaba, cuando algo lo despertó. La noche cambió. Las estrellas desaparecieron. Los otros hombres-mono chillaron de terror, pero él no sintió miedo. Todo se tornó radiante.
Se levantó y quiso ver por que la noche se había vuelto día. Salió de las rocas y miró. Inmediatamente se cubrió con su mano. Algo, que nunca había visto, brillaba en el cielo. No era esa esfera amarillenta que, a diario, salía lentamente y se elevaba para luego desaparecer.
Era algo nuevo.
Cansado de tan intenso brillo, decidió volver a su lugar.
Los días pasaron y el resplandor comenzó a decrecer. Se sintió extraño. Cuando la luz de la estrella se redujo, los simios se animaron a salir a buscar alimento. Los leones también.
Varios de los suyos cayeron bajo las garras de los felinos.
El pre-hombre se sorprendió. Una voz sonaba en su cabeza y no comprendía que era. Poco a poco comenzó a darse cuenta lo que sucedía. Esa voz interior era suya. Se asustó, pero pronto se fue acostumbrando.
Los pensamientos fluían en su cerebro y con asombro vio que podía resolver problemas. Ya no todo era instinto, ahora había una consciencia. Y quiso solucionar su primera dificultad.
Escuchó un gruñido y otro mas cercano. El hombre se alertó. Las ramas se sacudieron y de un salto apareció la abundante melena. Observó al gran gato, aunque temblaba de miedo. El león se detuvo un instante y miró a su presa. Luego, se lanzó con agilidad, para caer a unos pocos pasos de ella. El suelo se hundió, el animal rugió enfurecido y trató en vano de salir del pozo. Varios simios saltaron, alrededor de la trampa, chillando de alegría.
El humano tomó una gran piedra, la levantó por sobre su cabeza y la arrojó con violencia. El cráneo del león estalló en un ruido seco. La conquista se había logrado. Una mueca se dibujó en su rostro. Una sonrisa, la primera, se soltó de sus labios.
Parado sobre una roca miró la selva bañada por los rayos del Sol poniente. El viento acarició su cara. Ahora estaba preparado para conquistar su mundo.
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